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Sin dinero no hay alegría, tampoco en el transporte público

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Sin dinero no hay alegría, tampoco en el transporte público

El transporte público colectivo urbano es clave en el funcionamiento de las ciudades y sus entornos metropolitanos. Un buen sistema de transporte público significa una movilidad urbana más eficiente. Es garante de la equidad social, pues es el único medio que garantiza el derecho a desplazarse libremente y en igualdad de condiciones, independientemente de las circunstancias de la persona usuaria.

Es, además, cuatro veces más económico que el privado y uno de los pilares básicos para conseguir que la movilidad en las ciudades sea más sostenible: con él se logran ciudades más limpias, más seguras, más sociales y menos contaminadas. El sistema contribuye a la eficiencia energética y a la reducción de los niveles de contaminación.

Más de la mitad de la población de nuestro país reside en entornos urbanos. La lucha contra el cambio climático, reflejada en los retos marcados por la cumbre de París y de Chile, solo es posible si el Estado se implica en mejorar la movilidad de las ciudades. La mejora de la movilidad y de la calidad del aire en las urbes no puede ser tarea exclusiva de las administraciones locales: es un asunto de Estado y como tal debe tratarse. 

En las últimas décadas hemos visto cómo el Estado ha realizado grandes esfuerzos e inversiones para mejorar las infraestructuras de nuestro país, situando a España como uno de los países más avanzados del mundo en esta materia. Hoy, España cuenta con una dotación envidiable de infraestructuras viarias, ferroviarias y aeroportuarias. Los sucesivos planes de infraestructuras han destinado grandes inversiones, hasta el extremo de realizarse algunas sin una justificación de servicio razonable. Ha llegado el momento de que el Estado se comprometa, ya no solo con la construcción sino con la operación de los servicios que en ellas se producen, con la sostenibilidad y con la mejora de la movilidad urbana. En este sentido, el cambio de denominación del Ministerio de Transporte, Movilidad y Agencia Urbana plasmó una necesidad social: una movilidad sostenible al servicio de la ciudadanía, lo que va mucho más allá de dotar al país de infraestructuras.

No es casual, por tanto, que una de las primeras medidas tomadas haya sido el inicio de la tramitación de una Ley de Movilidad y Financiación del Transporte Público. El momento de dar este gran paso es ahora, aunque está costando.

España es el único gran país europeo que no cuenta con una Ley estatal de Financiación de Transporte Público. La única referencia en este sentido queda recogida en la Ley Reguladora de Bases de Régimen Local que, desde 1985, determina que los municipios con más de 50.000 habitantes deben prestar un servicio de transporte colectivo. En la disposición adicional decimoquinta invita a que los Presupuestos Generales del Estado incluyan crédito a favor de las entidades locales para este propósito. Pero, desde entonces, el avance ha sido escaso. Se ha producido, de hecho, un retroceso.

El descenso de actividad ligado a la crisis económica que comenzó en 2008 llevó aparejado un descenso en la movilidad, especialmente la urbana. Este descenso sirvió como excusa para recortar la aportación que el Estado realizaba a los Ayuntamientos para subvencionar los sistemas de transporte público. Descensos del 31% en el caso de Madrid, 25% en Barcelona y un 28% para el conjunto del resto de ciudades. Estos recortes han sido mayores que el descenso de la demanda de viajeros. Por ejemplo, entre 2005 y 2013, etapa con la mayor caída de demanda, ésta se redujo un 13,4% aproximadamente en Metro de Madrid.

Así, la aportación del Estado no solo es insuficiente, sino que su reparto entre las cerca de 150 ciudades receptoras se ha visto mermada. Se da la circunstancia de que no responde a ningún criterio lógico ni se ajusta a la evolución demográfica de las áreas metropolitanas desde que el sistema fue concebido. Es una aportación asimétrica que no financia por igual a ciudades de igual tamaño y que, por ende, no permite planificar los servicios de transporte público a medio y largo plazo. Hace falta fijar unas normas mínimas que aporten justicia o, al menos racionalidad, al sistema.

Con una Ley de Financiación del Transporte Público se lograrían aclarar los mecanismos de financiación y disipar el farragoso sistema actual. Sistema que, por cierto, confunde financiación con subvención. La ley permitiría crear un marco de estabilidad en el que la financiación y el mantenimiento económico de los sistemas de transporte público urbano no dependan de decisiones políticas arbitrarias según las conveniencias de cada momento.

Si dispusiéramos de un marco legal y financiero adecuado, podríamos dotar de herramientas fiscales a las Administraciones Locales para desarrollar los sistemas fiscales adecuados para complementar la financiación estatal y lograr el sostenimiento y la sostenibilidad económica de nuestros sistemas de transporte urbano; del mismo modo, ese marco estatal permitiría que las autoridades de transporte pudieran desarrollar sus propias leyes autonómicas al respecto (siempre y cuando refuercen los mínimos exigibles a nivel estatal).

Por otra parte, con una adecuada financiación y un marco legal sólido, los operadores de transporte público pueden planificar sus inversiones, sus actuaciones y sus planes estratégicos a largo plazo, en un entorno de estabilidad, abandonando el cortoplacismo actual que impide una adecuada prestación de los servicios. Paralelamente, se frenaría la tendencia a reducir las inversiones por parte del Estado. Como ya se ha comentado, en los últimos años el Estado ha recortado sus aportaciones al transporte público un 28%, muy por encima de lo que bajó la demanda de viajeros.

En la nueva normalidad, los operadores de transporte público están al borde de la quiebra por la ausencia de ingreso tarifario. A día de hoy se han destinado más de 3.600 millones de euros al coche mientras al transporte público le ha correspondido menos de la tercera parte: 1.075 millones. Este desequilibrio se ha justificado siempre en la supuesta mayor repercusión en el empleo del sector del automóvil frente al transporte público, una idea promovida por el lobby del motor pero que no se sustenta con datos.

Ha llegado el momento de equipararse con el resto de países de Europa y que el Estado apueste por el transporte público urbano con firmeza. No es válida la excusa de que no hay recursos económicos para afrontar estas aportaciones, no cuando en los últimos años se ha llevado una política de inversiones en infraestructuras que, en muchos casos, no respondía a las verdaderas necesidades de este país. La salvaguarda de los servicios de transporte es la Ley de Financiación.

En estos momentos, los Ayuntamientos se enfrentan a una disyuntiva histórica en la configuración de las ciudades, a la vista de que parece que en los próximos meses los transportes individuales ganarán terreno a los colectivos. En un lado de la balanza está la hegemonía del coche, con todo lo que ello comporta a nivel de salud y de impacto ambiental; en el otro, la apuesta por mejores espacios públicos, ampliando los espacios peatonales para incentivar el caminar, acompañado de una estrategia para aumentar la red de carriles bici y ampliar las infraestructuras dedicadas al transporte público. Éstas últimas permitirían algo muy interesante: aumentar la oferta del servicio de transporte público sin aumentar los recursos para su prestación, simplemente mediante un empleo más eficiente de los mismos.

Estas medidas pasan, indefectiblemente, por reducir el espacio dedicado al coche en la ciudad, eliminando aparcamiento en superficie y carriles de circulación, reequilibrando de una vez por todas el uso del espacio urbano. Ciudades como París, Londres o Berlín avanzan en esa dirección. ¿Por qué resulta más difícil hacerlo en España? Una de las claves radica en la ya citada ausencia de la ley.

El Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana abrió hace pocas semanas la consulta pública previa a la Ley de Movilidad. Cabe destacar que, en este trámite previo, la movilidad ya ha perdido el calificativo de "sostenible", lo que hace reflexionar sobre los objetivos finales de esta legislación. También se ha disipado la idea de que la ley recoja exclusivamente aspectos relacionados con la financiación, lo que diluye los objetivos perseguidos. La constitución de una comisión de movilidad dentro de la Cámara de Comercio, presidida por una de las grandes empresas automovilísticas del país, hace temer que la legislación vire, de nuevo, a favorecer el mercado del automóvil en vez de a conseguir una movilidad más sostenible.

Hay dos modelos en Europa que pueden ser fuente de inspiración. El modelo alemán, que consiste en una fiscalidad específica asociada al combustible fósil, y el modelo francés, donde desde los años 70 se aplica la Versement Transport, tasa que afecta a las empresas de más de 9 trabajadores dentro de zona urbana superior a 10.000 habitantes. Esta tasa es un porcentaje sobre el salario del trabajador, en función de la cobertura de transporte público de la zona que se destina a las necesidades del sistema de transporte público.

¿Qué modelo debe seguir España?

La legislación española debe tener como objetivo ser una herramienta que se perpetúe en el tiempo, dando a los ayuntamientos y las regiones un impulso definitivo hacia la modernización de sus redes de transporte público, pensando en el servicio y no solo en las infraestructuras.

Es evidente la necesidad de que sean los usuarios del vehículo privado, como responsables de grandes impactos sociales y ambientales, quienes contribuyan a hacer más eficiente y atractiva la alternativa que supone el transporte público, tal y como propone el modelo alemán. Sin embargo, este sistema está llamado a ver reducidos sus niveles de recaudación en el tiempo, especialmente si tenemos en cuenta el cambio de parque móvil que impulsa la Unión Europea hacia el uso de energías renovables; salvo que empezara a gravarse la producción de energía eléctrica en el caso de la carretera como se hace con el Impuesto Especial a la Electricidad en el caso ferroviario, algo que no parece probable. 

Además, como propone el modelo francés, es necesario que quienes provocan la mayor parte de los viajes sean responsables de sus decisiones de localización y de las necesidades de movilidad que generan. No solo de la cantidad, también de la calidad, haciéndose parcialmente responsables de los costes que repercuten sobre la sociedad.

Resulta interesante la aplicación de la “Versement Transport”, si bien debe ampliarse su enfoque laboral, ya que la movilidad asociada al trabajo supone solo un 30% de los desplazamientos. Yendo más allá, se debería plantear el deber de todos los centros que generen desplazamientos, ya sean laborales, comerciales o de ocio, contribuyan al sostenimiento de la red de transporte público. La aportación sería en función del volumen de movilidad que generen y de su localización, premiando a aquellos en lugares con buena conexión frente a aquellos que generan nuevas necesidades que deben ser atendidas por la Administración. Este sistema ya se aplicó y tuvo un razonable éxito en Países Bajos a través de las ABC Location Policies

El sistema de transporte urbano colectivo requiere de una aportación del Estado anual equivalente al 0,25% del PIB. Esta aportación debe quedar garantizada por esta ley. Esos fondos deben repartirse entre la aportación directa a la gestión eficiente del transporte público y la inversión para la renovación y electrificación de las flotas de autobuses y de los medios tecnológicos embarcados y medios de pago. Además, debe amparar mecanismos para que las Corporaciones Locales y Comunidades Autónomas puedan articular tasas específicas. 

¿Y qué ocurre con las tarifas? La Unión Internacional de Transporte Público, UITP, recomienda que la tarifa sirva para cubrir entre el 40-60% de las necesidades de financiación. Estando dentro de esta horquilla, es necesario emplear la nueva financiación no para que suponga un ahorro para los Ayuntamientos sino para ofrecer más y mejor transporte público. También, antes que pensar en bajar los precios, para plantear modificadores de renta para determinados colectivos vulnerables, garantizando que el acceso sea universal y en igualdad de condiciones.

El reparto de la financiación debe responder a criterios de viajes y no de población: entre dos ciudades con igual tamaño debe recibir más apoyo la que consiga un mayor uso del transporte público. En cuanto a los operadores, se deberán incluir otros indicadores de eficiencia en la producción más allá de los criterios actuales (que muchas veces son kilómetros de circulación de vehículos) tales como regularidad, índices de ocupación y criterios de calidad que deberán ser contemplados para asegurar el correcto desempeño de los receptores finales de los recursos económicos movilizados. 

Debe premiarse la constitución de autoridades de transporte metropolitanas que permitan la planificación y gestión integrada de la movilidad más allá del ámbito urbano. Debe apoyarse la intermodalidad, no solo con la integración tarifaria, identitaria y de gestión por medios de estas autoridades, sino también promoviendo la inversión en las infraestructuras físicas necesarias que la faciliten. En el mundo conectado actual, debe elevar la mirada a una Agencia de Recaudación Nacional del Transporte Público que permita a los usuarios de transporte público moverse por cualquier ciudad con facilidad con la habilitación de billetes combinados entre servicios de larga y media distancia y las propias autoridades urbanas.

¿Os imagináis poder viajar con una tarjeta de transporte de Barcelona por Málaga? Con los medios actuales nada lo impide. De hecho, aunque en España parezca ciencia ficción, ya sucede en países de nuestro entorno como Alemania.

Aprovechando que la nueva ley no se centra exclusivamente en la financiación, podría servir también como herramienta regulatoria para tener en cuenta a todos los actores y operadores de la nueva movilidad: vehículos personales, sistemas de transporte compartido, su interacción con el transporte colectivo, etc, deben dejar de vivir en un limbo legal.

La bicicleta y la movilidad peatonal deben también encontrar su régimen de garantías, de forma que ningún nuevo proyecto de infraestructuras pueda obviar unas mínimas condiciones que garanticen la movilidad activa. Se acabó la época de las infraestructura exclusivas para el coche en la que al resto de usuarios se les obligaba a dar un rodeo para garantizarle el mejor espacio.

Finalmente, ante la dispersión de leyes urbanísticas regionales que contemplan con mayor o menos seriedad la integración de la ordenación del territorio con las redes de transporte, esta ley deberá articular de manera definitiva una imputación de cargas y costes a aquellos desarrollos que favorezcan un urbanismo que encarezca y haga ineficiente los sistemas de movilidad que deberán atenderlo, desde la primeras fases del planeamiento, como en el caso apuntado anteriormente puesto en práctica en Países Bajos.

Esta nueva Ley de Movilidad y Financiación del Transporte Público es una gran oportunidad para avanzar hacia un modelo que premie y fomente la sostenibilidad, el uso eficiente de los recursos, la igualdad de oportunidades y el bienestar de la población.





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