Tomás Rufo y Malvarrosa: un combate a muerte
El grito del horror se afilaba por segundos. No había modo de apagar el «¡ay!» del tendido, una voz ronca de ópera fúnebre. Bombeaba el corazón de Las Ventas. «Bum, bum, bum», sonaba en cada golpe, en cada puñetazo entre animal y hombre. Aquello era una lucha a muerte. Foreman contra Ali. Malvarrosa contra Rufo en la Monumental de Kinshasa. Aquel toro negro mulato y bragado lanzaba toda su furia contra el diestro de sangre y oro. «Lo va a matar», se escuchaba en las atemorizadas gradas. Espantaba cada encuentro, ese pitonazo que le desabotonaba la camisa y el alma, esas manos que guanteaban y agarraban las dagas asesinas con una fuerza que ni Rufo sabía que poseía. Allí nadie se bajaba del ring, como si no hubiese enemigo grande ni pequeño. Otro 'Rumble in the jungle'. Un cuerpo a cuerpo brutal, en el que ni Dios apostaba por que Tomás saliese vivo. Los «¡ay!» se alzaban a ese cielo de Madrid del que Cristina Tárregas hablaba en el desolladero. A las siete y cuarenta de la tarde el empíreo azul se juntaba con la tierra, con Malvarrosa haciendo volar por los aires a Rufo. Un puñetazo seco del toro, con el hierro salmantino del Puerto de San Lorenzo, arrancó el corbatín al torero, con el hierro toledano de Pepino. Aquella lucha crecía y crecía. Un animal de 46 arrobas frente a un hombre de 70 kilos, pero poseído por Cratos. «Parece una escena de la mitología griega», acertó a decir el historiador Pablo. Pocas palabras se vertían sobre el cemento más allá del «ay». En los ojos de Luis Figo, en primera línea desde un burladero, se reflejaba todo aquel espanto. Porque el combate seguía y seguía sobre la arena. Golpes bajos y altos que David Gistau hubiese deletreado con maestría.
La novela que se escribía en este barrio del Lucero tuvo de prólogo un pase de pecho con el capote como broche a unas gaoneras. El autor: Tomás Rufo, que traía el runrún de la Puerta Grande en su confirmación. Su sueño de figura lo perseguía en cada embestida y no perdonó el turno de quites en aquel toro que correspondía a José María Manzanares. Y el que no perdonó fue Malvarrosa: solo una divinidad impidió que aquellos pitones no se hundieran más allá de los botones y el corbatín. Después de aquellos angustiosos segundos en los que la vida vadeaba por la muerte, el torero que no pensaba en nada más que en su día D y su hora H se puso en pie. Lo exploraban las cuadrillas como doctores en urgencias. Nada visible, salvo una paliza descomunal. Y con ella en lo alto se enfrentó luego a su lote. Una vez que los tendidos descubrieron que había salido ileso –«otro milagro más», dijo Francisco Álvarez, aferrado siempre a su garrota en la delantera del 3–, las voces que sucedieron a lo largo de la corrida fueron las de «¡toro, toro!» o «mata esa cabra inválida». Hasta que asomó el sexto y derribó de manera estrepitosa a Manuel Sayago. Debajo del peto quedó el varilarguero: «Lo ha aplastado», se oyó. Andando pasó a la enfermería mientras Daniel Duarte coleaba a Lirón.
La ovación de la corrida se la llevó a las 21.03 horas Fernando Sánchez. «¡Soberbio par, cómo ha cuadrado y ha salido de la cara del toro!», dijo un entendido mientras las quinielas se dividían entre él y Ángel Otero como mejores banderilleros de la feria. Hervían tanto los tendidos que nació el «¡viva España!» de cada viernes de clavel. Rufo, con todo a favor –«vamos, que estamos contigo», animaba Inmaculada Arroyo, de Cervera de los Montes–, reveló a sus 22 primaveras los misterios del temple en una cautivadora faena. Ya no había ningún «ay», solo «oles». Una oreja de ley paseó en medio de una doble petición. Nuevo asalto ganado en el cuadrilátero venteño por el púgil de Toledo, la gran sensación de San Isidro. «Quiero ser», sentenció. Y será.