«Cambia, todo cambia»
Ese estribillo de la canción que escribió el chileno J ulio Numhauser y que popularizó Mercedes Sosa , ha venido una y otra vez a mi cabeza en estos días, con todo el peso de verdad que encierra su potente sencillez. «Cambia todo en este mundo…», y, por tanto, «todos los días del mundo/algo hermoso termina», como dice el poema de Jaroslav Seifert . Hace muchos años escribí en otra columna, a propósito de la aparente extinción progresiva del punto y coma, (y perdón por citarme a mí misma), que «cada tanto muere un arrecife de coral, se agota un bosque, o una estrella da paso a un agujero negro. Cada hora desaparecen tres especies de flora y fauna y cada dos semanas se extingue una lengua para siempre.» Ese mismo pensamiento volvió a mí hace unos días cuando, en cajas semi olvidadas, me encontré con un montoncito de cartas que guardo con cariño : de mi abuela, de mis padres y hermanos y de grandes amigos, muchos de ellos escritores, casi todos ya muertos. Cartas manuscritas de José Watanabe, de Blanca Varela, de Américo Ferrari , de Sánchez Peláe z, de Eugenio Montejo , en papeles delicados, algunos ya con los bordes un poco rotos. Y algunas pocas escritas en computador, que rescaté cuando tuve conciencia de que también esas valían la pena guardarse. Pero la sensación era distinta: las caligrafiadas tenían algo de sagrado, de fetiche, de documento, que no parecían tener las otras. Sentí horror al pensar en la posibilidad de que un día se extinga la caligrafía. Cuenta Borges que su padre le decía que mirara con atención las iglesias y las carnicerías porque un día desaparecerían. Algo de verdad se aprecia en esa premonición. Hoy nuestros nietos ya desconocen muchas cosas que para nosotros fueron familiares. Pero es tonto hacer una enumeración nostálgica. Me interesa más hablar de lo que aún perdura, pero enviando señales desasosegantes de que su tiempo se acaba. De las tiendas de música, por ejemplo, que ahora ya no son esos lugares extraordinarios donde uno se extraviaba curioseando, poniéndose audífonos para oír fragmentos de varios CD, para luego comprar dos o tres y llevárselos a casa con una avidez temblorosa que se convertía en horas felicidad y placer. Hoy ya ni siquiera se pueden insertar nuestros viejos CD en los equipos de nuestros autos. No. La música «se baja», y eso requiere de trabajo previo, claro. Yo aspiro a que las salas de cine no se acaben nunca —ni ellas, ni las librerías, que parecieran florecer contra todo pronóstico— pero estadísticas dicen que después de pandemia la gente quiere ir menos a los teatros, entre otras cosas porque durante los dos años de aislamiento la gente mejoró sus televisores y se aficionó a ver cine en las plataformas . Y ya hay películas que sólo se comercializan en Netflix o HBO. La verdad que mucho antes de la pandemia ya habían desaparecido de los pueblos y ciudades pequeñas muchos teatros, aquellos que divirtieron y enamoraron a varias generaciones. Y es una lástima, porque ver cine en un teatro tiene la virtud —mientras el verbo pueda conjugarse en presente— de ser una experiencia a colectiva. Con todo lo que eso significa de comunión e intensidad.