La memoria de Felipe y Alfonso
¿Cuál fue el acontecimiento más importante del siglo XX? Hay bastante donde elegir. La revolución soviética y su fracaso demostraron que el “hombre nuevo” siempre acaba pareciéndose, en sus defectos, al hombre de antes. Auschwitz nos recordó que la maldad de la especie, una vez desatada, no conoce límites. La fusión nuclear regaló a la humanidad una opción de la que nunca había dispuesto antes: la capacidad de autodestruirse en cuestión de minutos. La radio y la televisión crearon la cultura de masas y la sociedad de consumo.
Yo creo que hubo algo más trascendental que todo lo anterior, por su improbabilidad y sus consecuencias: la reconciliación de Europa occidental, un pequeño rincón del planeta cuya historia siempre se caracterizó por la violencia y la guerra, tanto internas como, a través de los imperios y el colonialismo, en casi cualquier parte. Hoy no nos parece concebible un conflicto armado entre Francia, Reino Unido y Alemania. Y eso es algo de verdad extraordinario: la ruptura de un círculo vicioso que llevaba siglos y siglos desparramando sangre.
La magnitud y la dificultad de este acontecimiento pueden calibrarse por comparación con otros intentos de reconciliación que han llevado incorporada la semilla de nuevos conflictos, perpetuando el círculo vicioso. Fijémonos en España, por ejemplo.
Dejando de lado las dos invasiones francesas (1808 y 1823), el siglo XIX español se caracteriza por las guerras carlistas, que, de alguna forma, y simplificando bastante, enfrentaban a liberales y tradicionalistas. Cada una de las tres grandes guerras, muy crueles, terminó con un acuerdo de paz que al poco tiempo fue rechazado por los sectores más radicales de ambos bandos. Y vuelta a las andadas. Las “dos Españas” machadianas siguieron machacándose hasta 1939, cuando una de ellas logró someter a la otra e hizo lo que pudo por extinguirla durante casi cuatro décadas.
El intento de reconciliación posterior a 1975, lo que llamamos Transición con mayúscula, no fue ningún cuento de hadas. La parte débil, la que había sido sometida durante la dictadura nacional-católica, tragó carros y carretas. Quizá convenga recordar que Felipe González y Alfonso Guerra, dos políticos de máxima importancia en la época, asumieron una policía y un ejército franquistas y un sistema económico oligárquico, herencias de la dictadura, y, en términos más llanos, tuvieron que cooperar y trabajar con personajes de pasado vomitivo. Había que integrar. Había que reconciliar. Eso decían.
La España constitucional, lo que algunos llaman “régimen del 78”, ha sufrido dos problemas políticos gravísimos, aunque de características distintas: el terrorismo de ETA (hasta 2011) y el golpe independentista en Cataluña (2017). El “proceso catalán” ha dejado tras sí frustración y empobrecimiento. El legado de ETA contiene más horror. Cuesta imaginar el dolor y la rabia que puede sentir quien se cruza en su pueblo con ese hombre o esa mujer, tan ufanos, que asesinaron a su padre, o a su esposo, o a su hija.
Reintegrar de alguna forma a quienes asesinaron y a quienes aún hoy les aplauden (no son pocos), compartir juego político con quienes intentaron quebrar el sistema, no resulta plato de gusto para la mayoría de los paladares. Hay quienes quieren mantener extramuros a esa parte de la población, la que representan, digamos, Bildu, ERC, Junts o CUP. Entre ellos figuran esos a quien sigue sobrándoles media España, la que califican de “anti-España”. Por un curioso efecto de espejos, en todos los ámbitos mencionados, desde el separatismo hasta el neofranquismo, abundan los rasgos carlistones.
Todo esto no es sorprendente. Sí lo es, me parece, que personas como González y Guerra, cuya carrera política se desarrolló bajo un monarca designado por Francisco Franco, que mientras llevaban España a la contemporaneidad y la Unión Europea (dejemos de lado la corrupción) pactaron cuando hubo que hacerlo con herederos de una dictadura sangrienta, que ampararon un terrorismo de Estado, que efectuaron (en nombre de la gobernabilidad) concesiones discutibles a los nacionalismos vasco y catalán, que fomentaron el enriquecimiento (más, si cabe) de las antiguas oligarquías, que trabajaron, en fin, con gente que en principio no debía de gustarles nada, sean hoy incapaces de comprender que este país, su país, se vea de nuevo obligado al sacrificio de perdonar lo imperdonable.
Ellos pasaron por ese trago. Parece que lo han olvidado.
Ya hablaremos otro día de su incapacidad (diríase que compartida ahora por Pedro Sánchez) para comprender que también conseguir la igualdad real entre hombres y mujeres implica renuncias y comprensión de la parte dominante (no hace falta decir cuál es), que los avances escuecen inevitablemente a alguien, y que la incomodidad de ciertos señores de 40 o 50 años, o 18, o 70, constituye literalmente una chorrada en comparación con la magnitud y la nobleza de esta empresa.