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Октябрь
2023

La vida de Florencia Luce tras 12 años como monja de clausura: “Las luchas de poder son constantes en los conventos”

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La vida de Florencia Luce tras 12 años como monja de clausura: “Las luchas de poder son constantes en los conventos”

Florencia tenía sólo 19 años cuando, casi de la nada, le comunicó a su novio Roco que le dejaba. ¿Por otro? En cierto modo. Le dejaba para casarse con Dios. La religión nunca fue importante en su vida, pero un día sintió un llamado que la guio hasta un convento de clausura. Así fue como Florencia Luce (Buenos Aires, 1974) se convirtió en monja de clausura. Cambió la universidad por un convento y las fiestas por rezos y días de silencio.

Pero allí no sólo no encontró su lugar, sino que perdió la fe. Las disputas, los celos y los enfrentamientos entre monjas eran impulsados por una madre superiora despótica que se sabía querida –y en algunos casos deseada– por sus novicias. Esa es la historia de Florencia Luce, que tras 12 años en el convento ha decidido plasmar su experiencia en la novela 'El canto de las horas' (Libros del Zorzal, 2023) a través de la vida de Marie, una joven con la que tiene mucho en común.

Hay muchos paralelismos entre su historia y la de la protagonista del libro. Para hacer esta entrevista, ¿debería preguntarle por usted o por Marie?

Marie es mi alter ego. El recorrido de Marie es el mío y sus reflexiones, en su gran mayoría, se basan en mi experiencia y sentimientos. Pero también hay cosas que he visto en muchas monjas que he conocido. Es una novela, no una biografía. Pero, aunque hay mucha ficción, no hay ningún invento.

Cada vez es más raro que personas jóvenes se acerquen a la iglesia. ¿Por qué alguien de 19 años que viene de una familia que no es religiosa decide convertirse en monja?

La vocación es una constante del libro. Cuando sientes que Dios te está llamando, es una impresión muy fuerte. No es tanto que se te aparezca y te hable, por lo menos no en mi caso, pero cuando eres joven e idealista, ingenua, sin experiencia, con ganas de entregarte al mundo para salvarlo, y Dios te pide que estés a su lado, te da mucha emoción. Ahí es cuando me planteo la vocación, de la nada, porque ni yo ni mi familia éramos religiosos. Tenía algunos amigos que sí lo eran y a través de ellos empecé a conocer un mundo que, de alguna manera, podía dar respuesta a las preguntas que tiene cualquier joven que no sabe qué hacer con su vida.

Pero esas ganas de salvar el mundo a través de Dios se podrían haber resuelto haciendo alguna misión o voluntariado en una parroquia. ¿Por qué se decide por la versión más extrema de un convento de clausura?

Porque me recomendaron buscarme un guía espiritual. Un cura, vaya. Empecé a hablar con él y me dijo que me veía en la vida contemplativa. Si me hubiera dicho que me veía con las monjas de Teresa de Calcuta, para ahí que hubiera ido yo y mi vida hubiera sido muy distinta. Por eso quería que mi libro fuera una llamada de atención a curas y a cualquiera que tenga este poder sobre los jóvenes. ¿Cómo alguien puede decirle a una adolescente que tiene vocación contemplativa, con todo lo que ello puede implicar?

¿Qué le hubiera gustado que le dijeran?

Yo tenía 19 años. Que era muy joven. Que esperara, que acabara de estudiar, que siguiera viviendo y trabajando. Al menos, un par de años. Si el llamado de Dios es auténtico, no se te va a ir. Dios no tiene apuro. En cambio, lo que me dijo es que, si me lo estaba planteando, si tenía dudas, que no me lo pensara más y entrara. Incluso me dijo que no escuchara a mi familia, que, por supuesto, no estaba nada de acuerdo. Si me hubieran guiado distinto, me hubiera ahorrado muchos disgustos.

Las dudas la acompañan durante toda su estancia en el convento. La figura de la abadesa ejerce una presión brutal sobre todas las novicias, dejándoles claro que abandonar no es una opción. ¿Se llegó a sentir cautiva?

Cautiva no, pero sí envuelta. Sabía que me podía ir si quería, pero estaba atrapada afectivamente. Aunque era yo la que me dejaba convencer. Hay cierta manipulación, te dicen que todo el mundo duda, que es parte del proceso, pero que debes ser fiel a Dios porque te ha escogido. Y así hasta que profesas los votos [los temporales a los tres años y los definitivos a los seis], que es cuando firmas un compromiso eterno y ahí salirte sí se siente como una traición.

¿Las dudas que sentía eran por el modo de vida, por la fe o por la institución de la Iglesia?

Sobre todo por la fe. Había cosas que no veía claras. Yo quería creer, pero si raspaba un poco, no estaba convencida. Era muy joven e inmadura cuando tomé la decisión, pero el estilo de vida sí me gustaba. El ambiente meditativo me hacía sentir cómoda y nunca me pesó el silencio. Y el canto gregoriano me encantaba, fue uno de los motivos por los que me quedé. Me gustaba el orden y la paz. Pero luego empecé a darme cuenta de ciertas cuestiones humanas que me hicieron rechazar la dinámica de la comunidad.

La imagen que tenemos de las monjas es casi la de unos seres de luz. Pero usted presenta a mujeres con celos, aspiraciones, envidias. Humaniza a las monjas. Pero ¿qué efectos tienen estos sentimientos en un lugar como un convento?

Cuando iba a visitar a las monjas, antes de entrar a formar parte de la congregación, me transmitían una alegría y una paz inmensa. Era un lugar de belleza, un oasis. Y jamás se me ocurrió pensar que sesenta mujeres que conviven todo el día puedan tener conflictos. Todas tienden a un ideal de paz, pero eso no significa que lo practiquen cada día. Hay celos y rivalidad, eso es natural. El problema es el modo en que se maneja.

La encargada de eso es la abadesa. En el libro es la madre Beatriz, que encarna comportamientos despóticos. Llega a sembrar dudas, celos y rivalidades entre las monjas para mantener la influencia sobre la congregación. ¿Eso fue así en su caso o este personaje sirve para dar tensión a su novela?

La madre Beatriz está muy inspirada en mi experiencia. No creo que pudiera haber inventado eso. Quería hablar sobre las luchas de poder, que son una constante en los monasterios de clausura. Pero viene de la institución de la Iglesia, que nos dice que debemos respetar la jerarquía y que la virtud de una monja es anular su voluntad y obedecer ciegamente. Y a quien debemos obedecer es a nuestra madre superiora. Es una figura que se elige de por vida y que debe velar para que las demás cumplan con las reglas. Pero a ella no la vigila nadie.

¿Qué hacía su madre superiora?

Mi abadesa ya murió y eso me dio cierta libertad para escribir el libro. Era una mujer muy querible [sic] y carismática, pero que promovió conflictos entre las monjas. Creo que no fue con mala intención, sino que, a medida que pasaron los años, se fue cansando. Se permitía cosas que estaban prohibidas, como salir del monasterio a ver a su madre y comer cosas que no podíamos tomar. Creó grupos de monjas selectas y nos permitía caprichos. El problema no es que rompiera las reglas para hacer estas cosas, sino que no fuera para todas. Que hubiera secretos e hipocresías que nos obligaban a algunas a mentir. Eso causa roces y es de ahí de donde nace mi crisis de fe. Yo no fui a un monasterio a sentir celos.

Cuenta el caso de Agustina, una monja a la que los celos la llegaron a afectar tanto que le causaron una grave depresión. La madre Beatriz, para acallar las dudas que empezó a notar, la medicó con un sedante al que llamaba 'Espíritu Santo'. ¿Es cierto que se droga a las monjas que quieren abandonar?

Eso se daba y se da, según me consta. Se medica a algunas para acallar dudas y desequilibrios que sufren algunas monjas que, quizás, no deberían estar allí. Y no solo se usaban para problemas psicológicos serios, sino también físicos. Sufríamos dolores de cosas raras, estomacales, musculares... Demasiado para gente tan joven. Somatizamos los conflictos que iban más allá de lo espiritual.

Muchos celos nacen de la relación con la madre Beatriz. Algunas monjas llegan a sentir algo parecido al amor o a la atracción sexual hacia ella. ¿El celibato se suele transformar en deseo hacia compañeras de convento?

Ese ha sido, precisamente, el origen de muchos problemas. Pero yo hablaría más de necesidades afectivas que sexuales. Es más fácil sublimar el deseo que el amor. Bueno, lo llamábamos 'sublimar', pero realmente es reprimir. Estabas todo el rato pensando: “¿Me miró o no me miró? ¿Por qué no me llama? ¿Por qué habla más con la otra?”. Hay una carencia afectiva enorme por haber dejado a la familia, los amigos o los novios. Haber dejado atrás la posibilidad. Y todo eso se canaliza a través de la figura de la madre superiora.

Cuando salió, ¿cómo fue volverse a relacionar con el mundo y satisfacer esas necesidades?

Fue muy raro. Salí tras 12 años, con 32. La primera sensación fue que no había pasado el tiempo. No estás expuesta a la realidad, no te enteras de lo que pasa en el mundo... Fue como volver a los 20 años, aunque obvio que no los tenía. Pero igual sí que lo parecía, porque ¡en un convento te conservas como en una nevera! Tenía muchas ganas de volver a vivir y me llevó un tiempito acostumbrarme, pero no demasiado. Al poco ya empecé a tener parejas.

¿Hay alguna costumbre de aquella época que conserve?

No, aunque conservo fascinación por el silencio. Me gusta muchísimo estar sola, pero no es algo extremo. Estuve 12 años y hace 30 que salí, así que ya he vivido más fuera del convento que dentro. Era un modo de vida que me gustaba, pero no guardo ningún hábito. Ni siquiera el canto gregoriano, que tanto me fascinaba. Ahora prefiero no escucharlo. Si entro a una iglesia y están cantando, me emociono y me encanta. Me eleva y me lleva muy adentro. Pero jamás lo escucho en Spotify. Me trae recuerdos de una época que no quiero recordar.

De hecho, el canto gregoriano fue, en parte, su motivo de salida del convento. ¿Qué pasó?

Me enviaron dos años a Francia. Algo que yo ya viví como si me estuvieran apartando por dudas que estaba teniendo. Cuando me voy, yo era directora del coro y, al regresar, me destituyeron y no me dejaban ni cantar. Fue un gran golpe para mi ego.

Normal...

Quizás para ti sí, pero no para una monja. Se esperaba de mí que dijera: “Te agradezco que me golpees el ego”. Además, luego murió mi abuela y no me dejaron ir al entierro. Eso era comprensible, al ser un convento de clausura. El problema fue que la abadesa iba a cada rato a ver a su madre y, como yo conducía, me pedía que la llevara. Y hasta me invitaban a merendar. Esa mujer me decía que yo era como su nieta, pero jamás pude despedirme de mi verdadera abuela. Así que decidí irme y lo hice escribiéndole una carta a la madre superiora. No me atreví a decírselo en persona.

¿Qué le pasó a su fe cuando salió?

Todo se tambaleó y, a la vez, sentí una liberación. Durante un tiempo, seguí yendo a misa, pero al poco empecé a sentir hartazgo, rechazo. También iba a ver a las monjas, porque eran mi familia y las quería. Bueno, realmente iba a ver a la abadesa, porque no me abría nunca las puertas para que pudiera ver al resto. Y, un buen día, me dejó entender que no era bienvenida y que no regresara. Me dolió, pero me hizo un favor, porque marcó un final de algo que nunca debió ser.

¿Por qué tardó 12 años en irse?

Gran pregunta. Me la sigo haciendo. Fue por la manipulación. La abadesa tenía mucho poder sobre mí, le contaba todo y ella siempre me tuvo bajo sus alas, me hizo sentir importante. E irme era traicionarla. A veces lo comparo con un matrimonio. ¿Cómo haces para quedarte tantos años junto a una persona a la que no amas? Pues porque va pasando el tiempo y no quieres ver la realidad. Te adaptas y piensas que acabará funcionando. Y así fueron pasando los años, pero ojalá me hubiera ido antes.

¿Se arrepiente?

No de haber sido monja, pero sí de haberlo sido durante tanto tiempo. De no haber sabido ver ciertas cosas antes.

Hoy, ¿se considera creyente?

No. Al menos, no católica. Sí creo en un Dios, en que va a haber algo más. Quiero creerlo. Pero ese Dios lo encuentro en la literatura o en la música, no en misa ni en templos. Le tengo aversión a la religión y perdí toda mi fe en eso.  





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