El socialismo hace menos libre a la economía
La libertad económica constituye uno de los pilares esenciales sobre los que se asienta la prosperidad de una nación. Allí donde el ciudadano puede emprender, invertir, trabajar y ahorrar sin trabas excesivas, florece la innovación, aumenta la productividad y se genera bienestar. En cambio, cuando los gobiernos deciden expandir su radio de acción, intervenir en los precios, condicionar las relaciones laborales o elevar la carga fiscal, la economía se resiente, los incentivos se distorsionan y las sociedades se empobrecen. Ésa es, desgraciadamente, la trayectoria que vive España en los últimos años.
Los datos son elocuentes. Según el último Índice de Libertad Económica, elaborado por la Fundación Heritage y adaptado a nuestro país por el Instituto de Estudios Económicos (IEE), España se sitúa en los puestos de cola entre los países desarrollados: posición 31 de 38 en la OCDE y 53 en el mundo. Con una puntuación de apenas 66 puntos sobre 100, nuestro país ha dejado de pertenecer al grupo de economías con una libertad elevada para descender al terreno de la libertad “moderada”, es decir, limitada.
El retroceso no es casual. Responde a un patrón claro: el avance del intervencionismo. El Estado ha crecido en tamaño y gasto, ha multiplicado las regulaciones y ha mostrado una creciente tendencia a sustituir las decisiones individuales por la imposición política. El resultado es una economía cada vez menos competitiva, más rígida y con menor capacidad de generar riqueza sostenida.
Uno de los principales frenos a la libertad económica en España reside en su sistema fiscal. La presión tributaria sobre las empresas y las familias no deja de aumentar, bien mediante subidas directas de impuestos, bien mediante un uso intensivo de cotizaciones sociales que encarecen el empleo. La consecuencia es clara: se desincentiva la inversión, se castiga al ahorro y se limitan las oportunidades de crecimiento ante dicho desmedido esfuerzo fiscal.
A ello se une un nivel de gasto público que se ha convertido en estructural. España arrastra un déficit crónico que apenas se corrige en las fases de bonanza y una deuda pública que supera el 100 % del PIB. Lejos de consolidar las cuentas, el Gobierno en los últimos siete años ha optado por expandir el gasto, lo que obliga a mantener elevados ingresos fiscales y amenaza con futuras subidas de impuestos, añadidas a las múltiples ya realizadas. El círculo vicioso del endeudamiento es, así, una carga permanente sobre las generaciones presentes y futuras.
Por otra parte, la maraña regulatoria es otro de los factores que erosiona la libertad económica. Abrir un negocio en España requiere cumplir con decenas de requisitos administrativos, licencias y trámites que consumen tiempo y recursos. En lugar de incentivar la iniciativa privada, se la entorpece con burocracia.
En el mercado laboral, la rigidez normativa dificulta la creación de empleo estable y adaptado a las necesidades reales de empresas y trabajadores. Las empresas pequeñas, que son mayoría en nuestro tejido productivo, encuentran en estas normas un obstáculo insalvable para crecer, contratar y consolidarse. El intervencionismo laboral, lejos de proteger al trabajador, reduce sus oportunidades y perpetúa el paro estructural.
El intervencionismo se manifiesta también a través de una creciente dependencia de las subvenciones y ayudas públicas. Se presentan como instrumentos para proteger a los sectores más vulnerables, pero en realidad generan distorsiones, crean incentivos perversos y consolidan redes clientelares. En lugar de fomentar la productividad y la innovación, premian la pasividad y trasladan el coste a toda la sociedad. La redistribución mal diseñada no genera cohesión social: destruye la cultura del esfuerzo y ahoga la eficiencia económica.
Mientras España retrocede, otros países avanzan. Irlanda, por ejemplo, se ha convertido en un referente europeo gracias a su apuesta decidida por impuestos competitivos, estabilidad regulatoria y apertura a la inversión extranjera. En Europa del Este, naciones que hace tres décadas salían del comunismo han escalado posiciones en los índices de libertad económica al liberalizar sus economías y fortalecer la seguridad jurídica.
La comparación pone en evidencia que nuestro problema no es una fatalidad inevitable, sino el resultado de decisiones políticas concretas. Allí donde se limita el intervencionismo, la economía florece. Allí donde se multiplica, como en España, la economía se estanca.
Defender la libertad económica no es un capricho ideológico: es una necesidad para garantizar el crecimiento, la creación de empleo y la mejora del bienestar social. Sin reformas que reduzcan la carga fiscal, simplifiquen la regulación, contengan el gasto y devuelvan protagonismo a la sociedad civil, España seguirá perdiendo posiciones y oportunidades.
El intervencionismo no protege, sino que empobrece. La prosperidad se construye sobre la libertad, y cuanto más se restrinja, más difícil será alcanzar un crecimiento sólido y un empleo estable.
Muy feliz Navidad a todos los lectores y a los profesionales de este periódico que me acoge en sus páginas.
