Feria de Córdoba: lunes o el momento en que la obligación se disfruta

En las fotos de grupo siempre es el que tiene que estirar la sonrisa. Hay bocas que se abren francas con todos los dientes en un gesto tan natural como la respiración y labios que se tienen que tensar con el esfuerzo de lo que hay que hacer de forma obligada. Mientras se unen los brazos y los hombros en gesto de camaradería, él pone la sonrisa, y cuando los teléfonos se han retirado vuelve al gesto del que espera el momento de marcharse. De los que tienen que pisar el Arenal para el lunes de la Feria de Nuestra Señora de la Salud , en casi todos los grupos hay alguien para quien la cosa es más de lunes que de Feria, más de obligación que de diversión, de compromiso que no se puede saltar que de ocasión para el gozo. En la vida no existen las unanimidades. Llegó a las dos de la tarde, pero como no es la primera vez, tuvo tiempo para darse un paseo por las casetas . Fue capaz de fijarse en que hay calles que ya no son más que un rótulo o un recuerdo, porque se extinguieron las casetas que estaban en ellas. La tarde estaba clemente, así que esta vez no le sobraba la americana de color claro, que una cosa es que no vaya convencido a la Feria y otra que no sepa cómo tiene que vestirse. El sentido del deber es lo primero. Así que aprovechó el paseo, reparó en algunos caballos y la fiesta le pareció cada vez más vacía, más esencial y más extraña, con casetas de nombres comerciales a secas, o de marcas que se superponen a asociaciones o a cofradías . No le habían engañado los periódicos, como nunca le engañan, y se preguntó qué sentido tenía mantener la Feria en esas circunstancias. No hacía calor y hasta había nubes que dejaban cierta sombra. Noticia Relacionada Fotogalería vertical No La Feria celebra un lunes pletórico de almuerzos de empresa Valerio Merino El Arenal gana tranquilidad tras los primeros días grandes del fin de semana con una jornada entre compañeros en la que acompañó el buen tiempo Los compañeros tenían que llegar tarde y eso no era culpa de nadie. Es el momento del año en que el tiempo más se parece a los relojes blandos de Dalí, y es inevitable si se depende de autobuses, taxis y un aparcamiento que no puede estar más que lejos. Cuando se sentó con ellos casi se le había pasado el enfado del lunes, de ese volver a trabajar para invertir parte de lo que debería ser tiempo de descanso en estar lejos de casa, en un lugar que no le agradaba. No era ya la bulla de los fines de semana, la que hizo subir la afluencia un 25 por ciento camino del récord, según había leído. Tampoco la que tiene que llegar conforme cierren los colegios, sino una tranquilidad en las calles que no se correspondía del todo con el interior. Las casetas tradicionales estaban llenas y las comidas de empresa se multiplicaban. Conforme se iban sentando sus compañeros le tenía que doler la muñeca de tanto mirarse el reloj. En esas circunstancias ya había aprendido a no mirar demasiado el teléfono . Correspondía a las conversaciones con algún monosílabo o alguna respuesta evasiva, porque siempre fue amigo de la conversación interesante, pero no del hablar por hablar, y en ese momento hizo como hacía de chico cuando se sentía solo en mitad de la diversión: recordar. En su caso, los días de Feria con sus padres, cuando estaba en la Victoria y la ciudad parecía de verdad distinta porque era la más misma de todos los días, pero cambiada de piel y vestida de lunares. Hubo un rato que parecía haber sacado el espíritu de la caseta, aunque su cuerpo siguiera allí con la sonrisa puesta con que había posado para la última foto. En tales circunstancias la risa le iba molestando y el marcharse a su casa ya era más una necesidad física que una opción. Un momento de despiste entre las risas, una excusa cualquiera y se habría marchado hasta la mañana siguiente. A la francesa, como todos los años y nadie se iba a interesar por su ausencia. Pero la Feria de Córdoba es lugar de imprevistos , y eso lo sabía. Pasó en el momento en que tomó una tortillita de camarones y volvió a recordar tiempos en que de verdad esperaba la fiesta con ilusión. Se había ayudado de un poco de fino de la tierra y le entró la paz dulce de cualquier siesta. Un grupo de mujeres en un coche de caballos Valerio Merino Cuando llegó la segunda copa de vino sus compañeros habían terminado la comida y ya el ambiente era el del baile y la relajación absoluta. Como estaba en una caseta que respetaba por los menos las esencias lo único que se escuchaban eran sevillanas . Le vinieron a la cabeza las fiestas de cuando era niño, incluso las excursiones en las que se cantaban. El encargado de la música en la caseta debía de ser tan nostálgico como él, porque eran las historias de desamor y de caminos rocieros de su infancia. Quizá demasiado sensibles, pero eficaces en los que buscaban. Se sorprendió a sí mismo haciendo palmas y jaleando el baile mientras los volantes de los trajes cortaban el aire, olvidado del reloj y del momento de llegar a casa. Cuando salió las calles se iban llenando de otras bullas y de jóvenes entre los que ya no estaba. Quién sabe por dónde entra la emoción a la cabeza cerrada.